sábado, 3 de febrero de 2007

¡Santo cielo! ¡Me traje las pantuflas!

¿Les sucedió en su infancia que, en lo profundo de su sueños, se hallaron en la más absurda de las situciones mientras realizaban alguna actividad normalmente inocua como asistir a clases, caminar por la calle o ir al supermercado?

Todo parece normal: los lugares, las personas; todo parece transcurrir sin novedad hasta que... mientras te pones en pie para responder la pregunta del profesor —¡santo cielo!—, miras hacia el piso y descubres que estás descalzo, en pijama o mucho peor, ¡en ropa interior!

Bueno, algo parecido me sucedió recientemente. Sandy, una de mis amigas de la oficina de Monterrey, estaba en la ciudad por unos meses y comenzó a asistir a Northwood algunos domingos. Ese día en particular, pasaron por mí y tuve que salir corriendo para llegar a tiempo al servicio de la iglesia. Creo que éste había comenzado ya cuando entramos, pero todavía había lugares al frente, y como nos gusta estar en un lugar donde podamos ver toda la acción, nos fuimos derechito para allá. Comenzamos a integrarnos en la dinámica de la música de alabanza, que es tan especial cada reunión. Yo palmeaba al ritmo, sintiendo profundamente lo que cantaba, con mi corazón tan agradecido a Dios por su amor, cuando, repentinamente miré hacia el piso y descubrí dos grandes manchas rojas sobresaliendo al final de mis pantalones. Algo no estaba bien.

Miré a Sandy, miré mis pies, incrédula. Volvía a mirar a Sandy, quien repentinamente me dirigió una mirada extraña, como preguntando qué me pasaba. ¿Qué me pasaba? «Amiga, ¡me traje las pantuflas puestas!». Sandy miró hacia mis pies y dijo:«No se ve mal...».

En realidad, mis pantuflas no son tales, solo son un par de zapatos abiertos de atrás, muy cómodos y forraditos con tela, con una orilla tejida en el empeine, pero que me parecieron demasiado folklóricos para usarlos en la calle, y demasiado baratos como para dejarlos pasar. De modo que los compré y los adopté como pantuflas, de tal suerte que me esperan cada día bajo mi cama en la mañana, y junto a la puerta cuando regreso de trabajar. Como todo calzado que cumple con dicha función, los pobres ya están gastados y un poco manchados, pero dado que son tan cómodos, los uso diariamente. El problema justamente radica en que su comodidad los hizo pasar prácticamente inadvertidos en mis pies cuando salí corriendo esa mañana, luego en el auto y finalmente, todo el camino desde la puerta del templo hasta la banca del frente.









¿Qué haces cuando te das cuenta de que tus pesadillas se hicieron realidad, y estás en medio de la gente, no solo en un lugar público, sino justamente en la banca del frente en la iglesia, y usando tus pantuflas rojas?

Por supuesto, haciendo de tripas corazón, traté de que pasaran inadvertidas para el resto de la gente, lo cual pareció funcionar muy bien, porque ese día vestía alguna blusa que combinaba y al parecer, la gente no reparó en mis zapatos coloridos. En realidad, yo era la la única que sabía que eran las pantuflas lo que traía.

Mis pantuflas se parecen a los aspectos que cada quien sabe de sí mismo y de los que, por alguna razón, se avergüenza: el origen, la educación, los malos hábitos, los antecedentes familiares, traumas del pasado, fracasos por malas decisiones, _________________ (espacio para rellenar con lo que sea que te avergüence de ti mismo). Creo que muchos andamos por la vida tratando de no hacer evidente alguna cosa de nosotros mismos sobre la que tenemos dudas. Allí es donde tiene su asidero la odiosa actitud del «¿qué dirán?». Inseguridad, baja autoestima, complejos, llámenle como quieran. Están presentes en la vida cotidiana, y los descubrirán estorbando nuestras decisiones, saboteando nuestras relaciones y arruinando nuestras perspectivas para el futuro.

Descubro que hay «pantuflas» imaginarias: solo están en nuestra cabeza y por supuesto el resto de la gente ni las ve. Las otras, las que tienen la potencialidad de ser vistas, podrían clasificarse en dos grupos: las que causan poca o ninguna molestia a los demás y las que pueden meternos en problemas. Me imagino que requiere algo de trabajo identificar cada pantufla y ponerla en el lugar que el corresponde. Pero creo que también requiere algo de trabajo personal mirar las de otros y mostrar misericordia en vez de molestia. A fin de cuentas, es proceso entre cada quien y Dios desechar un viejo par de pantuflas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

JAJAJAJAJAJA, Estas del nabo.....ha de ser muy chistoso, caray, a mi, gracias a Dios,solo me ha pasado en sueños, aunque, ahora que recuerdo, una vez me equuivoque de calcetines, digamos que fue...penoso.SLDS ABRAHAM O.

Anónimo dijo...

Tienes mucha razón en esto de las pantuflas mentales, son las que realmente nos deben de preocupar y las que más debemos disculpar y entender cuando pertenecen a otros; las físicas, bueno, la verdad siempre me han tenido sin cuidado, mi despistadez es ampliamente conocida por una pequeña parte de la humanidad, con decirte que he llegado a venir a la oficina con zapatos de diferente color...

Amiga: me encanta tu blog, así como la forma tan especial que tienes para ver la vida, seguimos en contacto, ten por seguro que tendrás que darme credencial de visitante frecuente (claro, siempre que la Maestría me lo permita).
Andrea