lunes, 29 de enero de 2007

En los recuerdos: Dos sheilas y un bloke





Lo que van a leer es el recuento de una de mis aventuras noruegas, acaecida el 7 de abril de 2001 —justo un año después de haberme caído en Izcalli, sufriendo un esguince de 2º grado en el tobillo derecho y un corte en la rodilla izquierda que requirió dos puntos internos y diez externos—. ¿Cómo se celebra a un año de tal accidente? De la siguiente forma:

Dos sheilas y un bloke*

Llegué a Stavanger tras ¡ocho horas! de viaje en tren (¡auch!) desde Oslo. De haberme puesto las pilas, hubiese viajado en avión haciendo el mismo tiempo que uno cuando vuela del D.F. hasta Guadalajara, pero por andar de atarantada, olvidé ir a la estación central a preguntar los precios especiales de los vuelos y la anticipación con que debía comprar mi boleto de tarifa baja, que me costaría menos de la mitad del precio regular. Sí, esto es Europa. Aquí hay cosas tan maravillosas como esas. ¡Pero no si vas con tres días de anticipación! Y allí me tienes, poniendo mi carota en el mostrador de Braathens**:

—¡¿Qué?! ¿Tres mil panchólares por un vuelo de 45 minutos? ¡Olvídelo! Me voy por SAS, que al fin está aquí enfrente y seguramente tiene un mejor precio.

Y allí me tienes, poniendo mi carota en el mostrador de Scandinavian:

—¡¿Qué?! ¿Tres mil panchólares y pico por un vuelo de 45 minutos? ¡Olvídelo! Me voy por tren, que al fin es cómodo y viaja de noche…

Ni hablar, era la voluntad de Dios que viajara en tren, al menos eso fue lo que dijo la dama de NSB que me vendió el boleto, porque conseguí el último boleto de la tarifa más baja (casi la octava parte de lo que hubiera pagado por volar) ¡justo antes de entrar en la temporada alta! ¿Creen en los milagros? Yo sí. Pues allí me tienen jalando mis triques con mi boletito de tren ida y vuelta en mano. «Signatur», rezaba el logotipo en la portada del mismo. «Ah», había dicho mi amiga Yolanda Stefenssen cuando lo vio, «te tocará viajar en esos nuevos y modernos trenes veloces…». «¿Cuáles?», pregunté recordando lo leído en el diario Aftenposten, «¿los de manufactura alemana que venían mal de los ejes y tuvieron tantos problemas que los iban a devolver?» (Gulp).

El tren era el ordinario tren que bueno, sí, era moderno (más que los de mi ranchito, al menos) pero no tan veloz… «Pero al menos no tendrá ejes defectosos». Justo ahora que escribo, creo que la que tiene los ejes defectuosos soy yo. Acabo de regresar de Preikestolen (El Púlpito), una piedra que sobresale 600 metros sobre el fiordo de Lyse y me duele cada músculo, tendón y nervio. Dos días atrás fui con mi amiga Linda a hacer spinning, esa modalidad de ejercicio en salón que requiere de todo tu valor para montar una bicicleta fija y pedalear con furia por los siguientes 45 minutos sin parar, al ritmo de los más raros mixes del pop europeo, rodeada de otros veinte sudorosos ciclistas y comandados por una rubia atleta que no muestra misericordia alguna y sin más aire «acondicionado» que el provisto por un ridículo abanico (así les dicen en Veracruz a los ventiladores, «abanicos». Lo de «ridículo» se lo planté yo). Terminé, por supuesto, en calidad de piltrafa. Y dos días después me tienen allí, en plena montaña en la temprana primavera de Escandinavia, a la agradable temperatura de unos 6 a 8 grados centígrados, trepando cual cabra montés por entre las rocas, tras una travesía de 40 minutos en ferry y luego 30 minutos en auto para llegar a un punto en el que encuentras varios de esos letreros de madera que sólo ves en las caricaturas de Buggs Bunny indicando con flechas hacia donde queda el Polo Norte y el Polo Sur...

Por supuesto, mis extremidades se quejaban con furia al acometer tamaño reto. Dos horas era el tiempo estimado para llegar a Preikestolen. Claro, íbamos armadas con la vestimenta apropiada. Como dicen los habitantes de este país: «No existe el mal clima, sino ropa inadecuada». Además, Linda había jalado con todo lo que pudo encontrar en la despensa: naranjas, soda, agua, chocolate de leche, chocolate caliente, emparedados, galletas… lo cual añadió un divertido elemento a nuestro ascenso: equilibrar el peso en la mochila. Habíamos sido las primeras excursionistas en llegar ese día, así que nuestro ascenso fue prácticamente solitario.

Todo iba conforme a lo planeado, excepto por algunos restos de nieve endurecida que encontramos por aquí y por allá, cosa que Linda no anticipó a estas alturas del año y lo cual constituyó una desagradable sorpresa por los zapatos que calzábamos: ¡tenis! Se ha de ver uno curioso bailando sobre el hielo en un vehemente intento por mantener el equilibrio y no parecer ridículo… ¡y resbalándose de todas formas!

Llegamos hasta la primera mitad del camino, señalada propiamente con dos mesitas de madera, con bancos y todo, en donde nos sentamos a tomar un almuerzo. La sensación que uno experimenta ante la vista majestuosa de las montañas coronadas de nieve y el perfecto espejo que forma el lago es por mucho sobrecogedora.

Estábamos atacando el chocolate cuando nos percatamos de la compañía de otro montañista. Venía caminando campantemente unas decenas de metros atrás. Han de saber que las condiciones solitarias de la montaña obligan a uno a esgrimir los más finos modales cuando aparece otro ser humano. Cuando se acercó a saludar, por supuesto, le convidamos chocolate y agua. No quiso comer nada, pero se sentó un rato para charlar. Era un turista canadiense que había viajado a Noruega para un curso de entrenamiento anual en el vuelo de helicópteros (uno de los cuales nos hubiera venido bien para el descenso). Al parecer tenía prisa pues abandonó el refugio temporal de las mesitas y salió disparado hacia el resto del camino. No sé si tenía hélices en los pies, pero a los cinco minutos era sólo un puntito en la lejanía y a los diez, lo perdimos de vista. ¿Cómo fue que no lo vimos cuando llegamos, ni advertimos su presencia detrás de nosotros por una hora?

La segunda mitad del camino presentó mayor dificultad debido a que un 80% estaba cubierto de nieve y hielo. Por supuesto esto hizo más lento nuestro ascenso ¡y estuvo a punto de acelerar nuestro descenso! Para ese punto yo iba en automático, siguiendo adelante ya por el puro instinto de supervivencia y con una sola imagen bailándome en la cabeza —la que me instaba a continuar—, mi amiga Yolanda mirándome y diciendo con su acento sudamericano: «Si no tiene cerebro, no me puede vencer».

Linda tenía relativamente poco tiempo de haber vuelto de Australia, donde estuvo un año, así que acometió el reto de escalar su propia montaña con todo el ánimo con el que el noruego promedio conquista los obstáculos de la naturaleza.

A nuestro paso aparecían rocas resbaladizas que presentaban mil y un trucos, como si se burlaran de uno, diciendo: «¡Mira al turista! ¡No tarda en rendirse!» Pero el mensaje en mi cabeza resonaba sin fin: «…no me puede vencer». ¡Cuál no sería nuestra sorpresa al llegar finalmente a nuestro destino —dos horas y quince minutos después de emprender el camino, es decir, un cuarto de hora más del tiempo estimado— y encontrarnos al alegre canadiense paseándose por una roca, unos 20 metros por sobre nuestras cabezas, saludándonos desenfadadamente mientras grababa nuestros rostros de lengua de fuera con su camarita de video!


No sé si crean en los ángeles, pero después de tomar nuestro obligado descanso en la cima de Preikestolen y las fotografías de rigor (habiéndome yo tumbado de panza para solamente sacar la cabeza de la orilla y tratar de mirar allá abajo, a 600 metros del agua), me puse a pensar si el «bloke» de la camarita no sería un ángel enviado por Dios para cuidarnos. Después de todo estaba en el negocio de volar…

Ahora bien, ¿los ángeles beben cerveza? Porque nuestro amigo se despachó dos de ellas que algún gracioso había dejado empacadas en el hielo en plena punta de Preikestolen, bajo un letrero: «Kr 100.00» (Es decir, unos 9 dólares por las dos). Claro que, si en realidad era un ángel, pudo haber preparado todo el truco con anticipación pues nos aventajó en el camino de manera por demás veloz. ¡Creo que tenía unos 40 minutos en la cima cuando nosotros llegamos! ¿Por qué pienso que era un ángel? Bueno, llegó en el momento apropiado y se quedó allí hasta asegurarse que estábamos bien. Considera esto: estábamos totalmente solas en la montaña. De haber sufrido un percance (que creo era una posibilidad presente), sólo contábamos con un teléfono celular sin acceso a señal alguna en la punta de la montaña, un poco de agua, un thermo vacío y unas cuántas cáscaras de naranja. Pero nuestro amable bloke se ofreció a acompañarnos durante todo el descenso y me facilitó unos guantes (porque la precavida de mí olvidó los suyos en la casa). Para las condiciones preartríticas que yo estaba presentando en esos momentos, un ángel parecía lo más adecuado o yo estaba alucinando.

Simplemente el hecho de llevar a alguien al frente, guiando la expedición a un ritmo específico me hizo sentir una inmensa confianza y me dio la convicción de que terminaría la excursión con vida.


Hay una extraña costumbre nórdica que indica que si al caminar por la montaña recibes una bola de nieve en la cabeza o la espalda, no debes enfadarte. Sólo significa que otro ser humano se aproxima y te está saludando. Pues bien, nuestro ángel se encargó de «saludar» por nosotros a los amables visitantes que se habían añadido a la expedición horas más tarde.

De cualquier forma, casi al final del descenso, el bloke se adelantó para esperarnos más adelante. Por supuesto, para entonces mis extremidades inferiores no daban una, pero la vereda ya era por demás benigna y asumí la responsabilidad de terminar el camino por mi cuenta. ¿Qué más puedes pedir después de admirar tan extraordinaria vista en la punta de las montañas noruegas al calor de un chocolate caliente?

Para no ser desagradecidas, le dimos un ride al ángel hasta el punto en el que abordaríamos el ferry de regreso a Stavanger, pero nunca se nos ocurrió preguntarle su nombre. La verdad, me daba miedo que contestara algo como «Gabe» o «Mike» mientras desaparecía de nuestra vista. Así que nos despedimos justo al llegar a tierra. Y ambas sheilas quedamos con la duda, por lo que decidimos llamarle simplemente Bloke.

Ha sido luego del viaje que me he quedado meditando un poco más allá de montañas y nieve. Me brincó a la mente un verso de los Salmos: «A las montañas levanto mis ojos; ¿de dónde ha de venir mi ayuda? Mi ayuda proviene del Señor, creador del cielo y de la tierra. No permitirá que tu pie resbale; jamás duerme el que te cuida…». Siempre he leído eso y lo he creído, pero nunca lo había sentido hacerse real de manera tan literal. Justamente ahora me doy cuenta que el bloke pudo no haber sido un ángel y sí un simple turista canadiense, pero… ¿quién lo mandó allí en el momento en que hacía verdadera falta?

*Sheila es el término coloquial en Australia para referirse a una chica. Bloke lo es para referirse a un muchacho.
** En ese tiempo, Braathens y SAS funcionaban como dos aerolíneas separadas.

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